Me lo decía mi abuelito, me lo decía mi papá, me lo dijeron tantas veces que no lo pude olvidar. Y mira por dónde el otro día, cuando más afanado estaba en la recogida de las moras que inundan el corral de mi vecina, me vino a la mente la historia de aquel pobre hombre que vagabundeaba por la orilla del Alberche sin atreverse a mirar a las oropéndolas que hacían el amor de continuo mientras la cuñada del capataz de Cebreros cortaba el tocino para el cocido. No había más en la pringá: ni carne, ni morcilla, ni oreja, ni adobo. Ná.
Sin embargo, menuda estampa aquella la de aquella mañana del aquelarre que de pronto se montó con la llegada del subdelegado del gobierno, que por cierto es bastante gilipollas y que siempre quiso ser superdelegado del gobierno, encargado de inaugurar, con hisopo incluido, el pilón de lavar a mano, que habia costeado el primo del vicepresidente de la diputación. Aquello sí que eran nuevas tecnologías, avances de primera categoría amén de un huevo de desarrollo sostenible. Se acabaron las lavadoras eléctricas, a tomar por el rasca el jabón en pastillas de clorohidratofenolino, a la mierda los suavizantes de laca liofilizada. Lo que mola a partir de ahora es el delantal bien apretao, la saya en su sitio, como es debido, las enaguas que se noten pero no se vean, las horquillas en su punto, ni más altas ni más bajas, las zapatillas de esparto lavaditas por encima y enguarradas por debajo.
Todo como antaño, como se hacia en tiempos del general Espartero, que para eso era de Logroño donde todo el mundo sabe lo que pasa a las ocho menos cuarto de los dias y fiestas de guardar. Mi prima Patro estaba encantada con la vuelta a la innovación retrógrada que era lo que se llevaba desde que el alcalde de Loeches habia lanzado a los cuatro vientos su famosa cruzada contra la concupiscencia que suponia tener encendidas las luces hasta las tantas, cuando todo el mundo sabe que las luces solo se pueden encender cuando hace sol. Todos estaban supercontentos de volver a ver el pilón del pueblo lleno de mozas y de mozos cantando "La del manojo de rosas", "la tabernera del puerto" y "agua, azucarillos y aguardiente" que me las sé como el padrenuestro.
De ahora en adelante el que manejara un ordenador se iba a llevar dos hostias, las multas iban a ser de aupa para los que se metieran en el Internet, que el diablo confunda, y el que chateara o chatease recibiría cincuenta latigazos en la plaza del pueblo después de la misa de las cinco y media. A partir de entonces todas esas perversiones provocadas por las jodidas nuevas tecnologías iban a desaparecer de un plumazo.
El que quiera divertirse que juegue a las tabas, que haga bailar la peonza, que se ponga tibio al subastao, que tire piedras a las latas de berberechos vacías, que ponga a parir al vecino aunque esté presente y si, de paso, se pone a fornicar sin ton ni son nadie se lo va a impedir porque así hace ejercicio, conoce gente y, sobre todo, se olvida de una puta vez de tanta innovación y tanta hostia. Volver a Espartero mola un huevo. Ese será el slogan a partir de ahora.